La discriminación es la conciencia de otredad. Es decir, la capacidad de discriminarse, distinguirse de los otros que no son yo.
Saber que hay una diferencia entre lo que llamo yo y el no-yo.
Que vos sos quien sos y yo soy quien soy.
Que somos diferentes. A veces muy diferentes.
Esto es lo que llamo conciencia de otredad o capacidad de autodiscriminarse.
Nacimos creyendo que el universo era parte de nosotros, en plena relación simbiótica, sin tener la más mínima noción de límite entre lo interno y lo externo.
Durante esta “fusión” (como la llama Winnicott), mamá, la cuna, los juguetes, la pieza y el alimento no eran para nosotros más que una prolongación indisoluble de nuestro cuerpo.
Sin necesidad de que nadie nos lo enseñe directa-mente, dice el mismo Winnicott que la “capacidad innata de desarrollo y de maduración” con la que nacimos nos llevará a un profundo dolor: el darnos cuenta, a la temprana edad de siete u ocho meses, que esa fusión era sólo ilusión. Mamá no aparecía con sólo desearlo, el chiche buscado no se materializaba al pensarlo, el alimento no estaba siempre disponible.
Aprendimos sin quererlo la diferencia entre el adentro y el afuera.
Aprendimos a diferenciar entre fantasía y realidad.
Aprendimos a esperar y, por supuesto, a tolerar la frustración.
Pasamos del vínculo indiscriminado e ilusoriamente omnipotente a la autodiscriminación y el proceso de individuación.
Una vez que puedo separarme comienzo progresivamente a construir lo que los técnicos llaman mi identidad, el self, el yo.
Aprendo a no confundirme con el otro, a no creer que el otro siente o debe sentir necesariamente igual que yo, los demás no piensan ni deben pensar como yo. Que el otro no está en este mundo para satisfacer mis deseos ni para llenar mis expectativas.
Del “camino de la autodependecia” J. Bucay
Texto adaptado con fines didàcticos por www.creciendobien.wordpress.com
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